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Parece que aquello que se debate en Madrid y que no ocurre directamente en las calles de la ciudad es irrelevante en la política local. Esta es una idea completamente equivocada, y además peligrosa. A Cádiz, o, mejor dicho, a los gaditanos, sí que les importa el asunto de la amnistía, porque de ello depende que puedan seguir viviendo en un país - y una ciudad - libre.

El debate sobre la amnistía se ha puesto de moda en los últimos meses por una cuestión muy simple, y es que la aritmética parlamentaria resultante de las elecciones del 23-J no permite que ningún partido político sea capaz de formar un gobierno sin apoyo de otras fuerzas. Cualquier otra motivación como la necesidad de «paz social», «concordia» o eufemismo similar no es más que una burda mentira. Si cualquier partido tuviera mayoría absoluta o no fuera necesario tener el apoyo de los independentistas en el Congreso, el debate sobre la amnistía no abriría ningún telediario.

En este contexto, los partidos independentistas ERC y Junts Per Catalunya han ganado un poder crucial a pesar de haber descendido notablemente en sus resultados electorales. En palabras llanas, tienen la llave de la gobernabilidad de España. Sin sus votos será imposible que Pedro Sánchez pueda alcanzar la mayoría suficiente para ser investido presidente del Gobierno.

Siendo así lo anterior, no está de más recordar que la RAE define la amnistía como el «perdón de cierto tipo de delitos, que extingue la responsabilidad de sus autores». Este tipo de instrumentos tienen todo el sentido en transiciones de dictaduras a democracias, en los que deben perdonarse delitos que nunca debieron serlo, como pertenecer a partidos políticos opositores, pensar diferente, o tener una condición sexual determinada. En estos momentos históricos, la amnistía es una pieza más en la superación del totalitarismo y el avance hacia un sistema de libertades.

Para resumir, y sin entrar en cuestiones filosófico jurídicas profundas que pudiera provocar un bostezo en el lector, una amnistía equivaldría tanto como a afirmar que España como país debe pedir «perdón» a los políticos y ciudadanos implicados en el golpe de estado que tuvo lugar en Cataluña en 2017 como consecuencia del procés, ante los que reconocería unos hipotéticos «abusos» cometidos por el Estado en su conjunto. Esa petición de perdón se traduciría en una despenalización general de sus actos y, por qué no, el pago de indemnizaciones por los perjuicios causados. Todo un disparate.

Los ciudadanos, cuando pensamos en la democracia, damos por sentado que su grandeza reside en que permite que en su seno aquellos individuos que tenemos puntos de vista opuestos podamos llegar a acuerdos, dialogar y construir un futuro de manera conjunta. Lo cual es cierto, el poder convivir en paz con aquel que no comparte tu visión de la realidad es una de las mayores virtudes de nuestro sistema. Por ello, muchos se llevan las manos a la cabeza porque algunos políticos hayan ido a la cárcel por «permitir unas votaciones democráticas», siendo utilizado torticeramente por cierto sector de la política para alcanzar el poder.

A menudo solemos olvidar un elemento que es fundamental para definir la democracia, tanto o más importante que el acto de la votación, y sin el cual las elecciones no serían más que una pantomima recurrente vacía de contenido: el estado de derecho.

El estado de derecho es el fundamento previo de la existencia de la propia democracia, su condición necesaria, y la garantía de que nos gobiernan las leyes y no los hombres, como dijo cierto filósofo. Puede haber estado de derecho sin democracia, pero no democracia sin estado de derecho.

Las personas tienden a corromperse cuando alcanzan el poder. Siempre buscan acaparar más, apropiarse de lo que no es suyo y excederse de sus competencias. Está en la condición humana, no en la ideología. Todos los políticos tienen tendencia a ello en mayor o menor medida, y como esto es una verdad que se ha venido poniendo de manifiesto durante el mismo tiempo que el ser humano lleva poblando la tierra, la única solución encontrada hasta ahora es limitar el poder de las personas que lo alcanzan. Con tal fin, es imprescindible un estado de derecho en el que rija el imperio de la ley y la efectiva separación de poderes, entre otras cosas.

Dentro de este marco de limitación del poder de los gobernantes, la primera ley de todas es la Constitución, también llamada carta magna por su papel primordial en nuestro sistema jurídico. Ninguna otra norma de nuestro derecho puede ser contraria a ella, ya que expresa la voluntad constituyente del pueblo español, que es el que ostenta la máxima legitimidad democrática y política, regulando cuáles son los poderes del estado y sus límites, las instituciones, los derechos, las libertades, las garantías y un sinfín de cosas más.

Dice la misma Constitución española en su artículo 9 que tanto los ciudadanos como los poderes públicos están sujetos a ella y al resto del ordenamiento jurídico. Sin excepción. Sin privilegios. Sin prebendas. Este es el sello de la superación del antiguo régimen, en el que los gobernantes tenían unos fueros especiales por su condición de tales, siempre más beneficiosos y favorecedores de comportamientos tiranos. Una garantía de la igualdad de todos los ciudadanos, independientemente de que formen parte o no del poder político. Por eso, cuando un político nos dice que los conflictos políticos no deben judicializarse, lo que en realidad está diciendo es que no quiere someterse al derecho como el resto de sus iguales, tener un privilegio frente al ciudadano medio, y que sus conductas potencialmente delictivas queden sin reproche.

La hipotética aprobación de una amnistía o norma de contenido similar en las Cortes Generales sería, en mi opinión, evidentemente inconstitucional y el primer paso en el camino cuyo destino es tristemente conocido en la historia universal. Sería un ataque frontal al estado de derecho en tanto que supondría el reconocimiento de que unos hechos tipificados en las leyes españolas como delito, aprobados democráticamente y con encaje constitucional, no lo fueron, y además sólo para ciertas personas y por motivos estrictamente políticos. También sería una afrenta al principio de igualdad reconocido en el artículo 14 de la Constitución, pues con manifiesta claridad se estaría tratando a unos españoles mejor que a otros en términos penales sin que exista una causa que justifique la idoneidad y necesidad de dicho trato discriminatorio. Un agravio comparativo imposible de sostener sin insultar a la inteligencia de tu interlocutor.

Entonces, si los que nos gobiernan (o nos quieren gobernar) lo hacen a costa de atacar de tal manera el propio corazón de la Constitución y, por ende, de la democracia, ¿qué nos garantiza a los ciudadanos que no van a suspender nuestros derechos y libertades? Si se abre la puerta para atacar el estado de derecho hasta el punto de que unos ciudadanos son mejor tratados que otros en el ámbito penal, se abre también para la destrucción paulatina del sistema democrático en sí mismo, y tras ello la descomposición de nuestros derechos, libertades y garantías como ciudadanos. Nuestro sistema democrático quedaría reducido a una mera repetición electoral cada cuatro años y a esperar que el gobernante de turno quiera o no respetar el contenido de la Constitución, sin más límite que su voluntad en vez del marcado por la propia ley.

Cádiz es la ciudad constitucional por excelencia. Donde nació el liberalismo español, la lucha contra el invasor francés. Tierra de defensores de la democracia, de grandes oradores, escritores y, por qué no decirlo también, grandes poetas que le ponen música a sus letras para denunciar los abusos del poder político.

Pensar que el debate de la amnistía es ajeno a Cádiz y a los gaditanos es cerrar los ojos y no querer ver el peligro que ello supone para nuestra vida cotidiana como ciudadanos de un país libre y partícipes de una realidad cultural determinada. Es pretender ignorar que la puerta de la tiranía y el despotismo se está abriendo, que es posible que volvamos a ver censura en el carnaval, que se las autoridades nos incluyan en listas de personas disidentes o que puedan entrar en nuestras casas sin nuestro permiso por motivos políticos. Un retroceso de cientos de años que puede comenzar con este primer paso.

 

Manuel Benítez Pérez
Abogado y Economista. Doctor en Derecho Tributario Internacional

 


 

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